miércoles, 28 de julio de 2010

Clases sociales del campo chileno. Servicio doméstico.

Seguimos con los recuerdos de mi madre que de otro modo se perderían. Ahora le toca a una meditación que no se daba cuando sucedía porque a nadie le importaba demasiado. Las cosas no eras seccionadas como ahora, y si bien hubo injusticias establecidas, también hubo bondad, preocupación y sobre todo una relación más humana, poco comprensible con parámetros actuales.

Este prólogo es mío. Ale.


No podría olvidar el profundo respeto de toda la gente hacia nosotras por el sólo hecho de ser “las señoritas” o para nuestros trabajadores “las patroncitas”. Niñas y niños podían andar por caminos despoblados o por los potreros sin que se nos pasase por la mente que hubiese algún peligro en la persona, ni siquiera en la mirada del hombre que pasaba –incluso borrachos decían, perdone patroncita como voy y se sacaban el sombrero- una contestaba –gracias, siga su camino. 

Visto con ojos actuales esa servidumbre les coartaba sus potenciales de voluntad pero quienes les despojaron de ella, sólo les dieron a cambio un discurso de odio, codicia, envida y amargura que no les aportó más que el paroxismo de ira en que reventó todo.

Ahora, con algo de sociología, sin poder jactarme de mucho conocimiento, podemos pensar que nací en una clase agraria media-alta. Íbamos a colegios de pago de primer nivel, nuestra ropa era de muy buena calidad, raras veces de géneros nacionales, exceptuando paños de Bellavista-Tomé. Teníamos una casa elegante, la vajilla francesa “Blue de roí”, cuchillería Christofle y cristalería Val Saint Lambert. Los amoblados aún se pueden apreciar en las casas de los descendientes. 

Con abundante servidumbre: había una cocinera, una niña de mano o sea, la que hacía aseo, camas y servía a la mesa. Para los niños estaban las nanas encargadas de vestir, mudar, dar de comer y hacer dormir al infante, la Carmela era la de Wanda y Rosa Gutiérrez, la del Chalo. El mozo de los mandados tenía asignado un caballo y se encargaba de picar leña, bombear agua del pozo y acarrearla a la cocina, lavar los patios y sacar la leche.  Por si fuera poco, había una cocinera de los trabajadores que funcionaba fuera de la casa. 

Cuando se necesitaba iba la Laura a coser sábanas, calzones, manteles de cocina, vestidos, en fin. Así éramos pero nadie se fijaba en esas categorías y uno era sencillo sin ser amigo pero sin altanería sabiendo cada uno su lugar. 

Es cosa de estos tiempos la estratificación tan feroz que se ha instalado en la mente y corazón de la gente. La ropa se mandaba a lavar fuera y había una lavandera para la ropa de los niños y otra para la de la casa y adultos, se pagaba por docena y era una cuenta muy alambicada  pues una sábana eran dos piezas, cuatro servilletas = 1 pieza y los monstruosos manteles de la mesa eran 4 piezas. Confieso que yo no hubiese lavado a mano y planchado esos inmensos manteles a menos que hubiese sido otro el trato pero esas pobres mujeres aceptaban el trato corriente pues mi madre no era abusiva con la servidumbre, al contrario, siempre fue una pionera de la cuestión de la ayuda social.

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