miércoles, 28 de julio de 2010

Veinterriales, lecturas y suscripciones, educación difícil



Esta versión de Heidi NO es la que yo leía, pero es la que conocieron mis nietos

Como podría olvidar a un personaje de nuestra niñez que apodaban “El Veinte Reales” y que pronunciábamos como “veinterriales”. Era una persona que parecía sacada de un cuento. Le faltaba un brazo y medio pie así es que usaba una especie de zueco de suela y la manga de la chaqueta le flotaba, hirsuto de mechas, de ojos rojos, perpetuamente a medio filo, furibundo, llegaba al infierno cuando se le daba su mal nombre (si es que tenía uno cristiano nunca lo supimos) montaba una mula tan mañera como su dueño, que espoleaba con furia cuando con Wanda y el Chalo, desde la seguridad del portón de nuestra casa, le gritábamos “Veinterriales-veinterriales”, al mismo tiempo que le hacíamos “las tamañas” como se les decía a la denigrante seña cabalística pero cuyo significado, ignorábamos totalmente.

El “Veinterriales” negociaba en animales y arrendaba un potrero vecino a nuestra casa y nuestro único temor era encontrárnoslo en el camino y que nos correteara con su mula de pesadilla. Decían que había perdido sus miembros en un accidente provocado para que el FFCC le pagara. Vaya uno a saber la verdad.

Según sé su mote se debía a la ocasión en que se fue a emplear y al tratar el sueldo ofertado -15 PESOS- pero él dijo que se ocupaba por arcaicos "veinte reales", sellando su destino y sepultando su nombre cristiano.
***

En nuestra casa había abundancia de libros. Eran ediciones económicas de la editorial Nascimiento o Ercilla pero que nos permitían estar al tanto de las últimas novedades literarias. Los autores de ese tiempo no se refocilaban en descripciones altamente eróticas así es que eran aptas para todos público. Había escritores de primera fila como Kipling, Stevenson, Dostoiewski  o Mark Twain y muchos que eran de menos fama pero buenos como Maugham, Cronin y muchos que se me escapan.

Teníamos suscripciones de revistas para todas las edades. “Margarita”, “Familia” y “Paral té” eran de mamá: “Roji-Negro” y “El Peneca” eran de Olito, mi padre, esta última muy disputada con el elemento infantil,

Quecha recibía una de formato pequeño llamada “Aventura”. El Tito recibía el “Popular Mechanics” editado en castellano y cuando salió el “Readers”, pese a ser un instrumento de propaganda según Olito, no se dejaba de comprar.

Imposible  no recordar la desaprensión de nuestros padres respecto a nuestras andanzas. Salíamos a los potreros, nos bañábamos en calzones en cualquier acequia, comíamos fruta verde con sal, pasábamos frente a perros desconocidos sin asomo de miedo. Éramos los “chiquillos chicos” de quienes no había por qué preocuparse.

Mis hermanos Wanda y Chalo eran especialmente cerriles, yo era más reservada, me gustaba aislarme a leer y leer lo que caía en mis manos. Muchas partes no entendía y me desagradaba que en lo único en que pensaran fuera en el amor pues lo encontraba una lata. Entre los autores para niñas de 12-15 años, edades aún consideradas de niñez, había autores como Delly –escribidor de novelitas rosa con puras ladies muy puras- ¡cómo caería muerto otra vez si resucitara! Florence Barclay, de empalagosos novelones pero más aterrizados; Eugenia Marlit, alemana de fines de siglo 19, con lindas historias. Johanna Spiry, no recuerdo cuanto, con Heidi sin cachetes colorados ni "Abuelito dime tú", pero encantadora e inolvidable, leída en arriendo constante en las monjas alemanas.

Clases sociales del campo chileno. Servicio doméstico.

Seguimos con los recuerdos de mi madre que de otro modo se perderían. Ahora le toca a una meditación que no se daba cuando sucedía porque a nadie le importaba demasiado. Las cosas no eras seccionadas como ahora, y si bien hubo injusticias establecidas, también hubo bondad, preocupación y sobre todo una relación más humana, poco comprensible con parámetros actuales.

Este prólogo es mío. Ale.


No podría olvidar el profundo respeto de toda la gente hacia nosotras por el sólo hecho de ser “las señoritas” o para nuestros trabajadores “las patroncitas”. Niñas y niños podían andar por caminos despoblados o por los potreros sin que se nos pasase por la mente que hubiese algún peligro en la persona, ni siquiera en la mirada del hombre que pasaba –incluso borrachos decían, perdone patroncita como voy y se sacaban el sombrero- una contestaba –gracias, siga su camino. 

Visto con ojos actuales esa servidumbre les coartaba sus potenciales de voluntad pero quienes les despojaron de ella, sólo les dieron a cambio un discurso de odio, codicia, envida y amargura que no les aportó más que el paroxismo de ira en que reventó todo.

Ahora, con algo de sociología, sin poder jactarme de mucho conocimiento, podemos pensar que nací en una clase agraria media-alta. Íbamos a colegios de pago de primer nivel, nuestra ropa era de muy buena calidad, raras veces de géneros nacionales, exceptuando paños de Bellavista-Tomé. Teníamos una casa elegante, la vajilla francesa “Blue de roí”, cuchillería Christofle y cristalería Val Saint Lambert. Los amoblados aún se pueden apreciar en las casas de los descendientes. 

Con abundante servidumbre: había una cocinera, una niña de mano o sea, la que hacía aseo, camas y servía a la mesa. Para los niños estaban las nanas encargadas de vestir, mudar, dar de comer y hacer dormir al infante, la Carmela era la de Wanda y Rosa Gutiérrez, la del Chalo. El mozo de los mandados tenía asignado un caballo y se encargaba de picar leña, bombear agua del pozo y acarrearla a la cocina, lavar los patios y sacar la leche.  Por si fuera poco, había una cocinera de los trabajadores que funcionaba fuera de la casa. 

Cuando se necesitaba iba la Laura a coser sábanas, calzones, manteles de cocina, vestidos, en fin. Así éramos pero nadie se fijaba en esas categorías y uno era sencillo sin ser amigo pero sin altanería sabiendo cada uno su lugar. 

Es cosa de estos tiempos la estratificación tan feroz que se ha instalado en la mente y corazón de la gente. La ropa se mandaba a lavar fuera y había una lavandera para la ropa de los niños y otra para la de la casa y adultos, se pagaba por docena y era una cuenta muy alambicada  pues una sábana eran dos piezas, cuatro servilletas = 1 pieza y los monstruosos manteles de la mesa eran 4 piezas. Confieso que yo no hubiese lavado a mano y planchado esos inmensos manteles a menos que hubiese sido otro el trato pero esas pobres mujeres aceptaban el trato corriente pues mi madre no era abusiva con la servidumbre, al contrario, siempre fue una pionera de la cuestión de la ayuda social.

Higiene, regalos navideños, hospitalidad campesina, ropa rústica

Continuando con la serie "Recuerdo que..." hago la segunda entrega de los recuerdos de mi madre. Ella los escribe a mano y mi hermana Pía los transcribe para subirlos. YO, con la venia de mi mamá, retoco algunos términos que pueden ser confusos, o algo de la sintaxis o puntuación por el mismo motivo, pero hecho con todo respeto para la autora.


Recuerdo también lo no tan idílico ni bucólico -el desaseo de la gente- niños hirsutos llenos de piojos con los mocos colgando. Pese a las deficiencias de la educación pública, a lo largo de los años  ha logrado inculcar hábitos de higiene y deseo de vivir de un modo más decente. 

¿Podría olvidar a los niños de 1 a 3 años vestidos con una camisola de lona harinera, “pioncos” o sea sin calzón ni pañal haciendo sus necesidades donde les viniera en gana sin complicaciones de ropa que lavar? A veces era necesidad y muchas otras solamente flojera de madres chasconas y abúlicas esperando que el marido trajese “la ración” o sea el litro de porotos  guisados que se les entregaba en su lugar de trabajo a la hora del almuerzo. Muchas otras sí se preocupaban de sus casas, siempre afanando en su huerta donde no faltaban las coles para mejorar los porotos, acelgas, cebollas, ají, ajos y cilantro. En sus gallineros proliferaban los pollos y gallinas de cogote pelado con justa fama de ser buenas madres, también las trintres o sea con las plumas desordenadas que les daba un aspecto crespo y divertido. 

Recuerdo con afecto su sencilla hospitalidad campesina, al llegar siempre ofrecían agua con harina tostada servida en unos vasos grandes llamados “potrillos”. Tenían unas toscas banquetas y unas mesas que eran un cajón azucarero vuelto al que añadían patas. Cubrían la mesa con una carpeta de lona harinera, artículo proveedor de infinidad de prendas del ajuar hogareño. De ahí salían sábanas y fundas, camisas y calzoncillos, enaguas, toallas y calzones, delantales, manteles, cortinas y más de alguna mortaja. 

Esas bolsas eran de algodón de muy buena calidad, así es que duraban mucho, la desventaja podía ser que en la intimidad se leyera “molino tal” en el trasero del dueño de los calzoncillos, que eran de pierna larga, atados con una tira al tobillo, sin marrueco ni botones. En el delantero tenían una pieza triangular que se ataba a la cintura con una tira. 

Sé estas interioridades masculinas del bajo pueblo pues mamá -antes que doña Juanita de Aguirre Cerda, Primera Dama de la Nación , empezara dar regalos para Navidad- se les regalaba a los trabajadores camisas y calzoncillos, pero de fábrica, sin el alegre logo posterior. Eran de un grueso género llamado tocuyo, además un cartón de cigarrillos “Gangas”. Las camisas eran cuadrillé de colores vivos, sin cuello, sólo con una pieza abotonada por cuello. A las mujeres se les regalaba un corte de percal para blusa, un kilo de yerba mate y un kilo de azúcar; a las niñas unas muñecas bastantes feecitas de cartón piedra y a los varones, pelotas y para todos, dulces y a cada familia un paquete de carne de cazuela.

martes, 27 de julio de 2010

Recuerdo que...... Las comunicaciones antes de la TV e Internet

Comienza acá una nueva sección llamada: Recuerdo que.... formada por cosas que voy recordando sin un hilo conductor muy planificado, pero que dan noticias de unos tiempos ya idos con una velocidad vertiginosa, más rápido mientras más años pasan.


Un mundo casi sin crónica roja. A veces se sabía de robos en un gallinero donde los chuzcos ladrones dejaban su aviso destacado “a las dos de la mañana quedó viudo el gallo”. 


En otras ocasiones eran crímenes horribles como el del Chacal de Nahueltoro en que un limítrofe mató primero a la madre (que le había dado pan y cama) y luego a cinco niños “para que no sufrieran huachitos*” fue su explicación. 


De este tipo de informaciones se encargaba la revista Vea que escarbaba por todo Chile para encontrar las noticias más truculentas. Los diarios serios, como  El Mercurio y el Diario Ilustrado, no descendían a esas informaciones.


En un planeta sin TV, sólo la radio nos comunicaba con el mundo y era realmente un canal de cultura, con locutores de exquisita y natural dicción, con conferencistas, o charlistas, como se les llamaba. Desde muy pequeña recuerdo a mi papá sintonizando a un argentino apellidado Soiza Railly. 


Durante la 2ª Guerra, oíamos en onda corta a la Deutshe Welle con las informaciones siempre optimistas de los frentes donde se desangraban millones por ambas partes. Parece que tengo en mis oídos las campanadas con que daban cuenta de la cantidad de barcos hundidos al enemigo. Expectación especial merecían los partes de la campaña de África donde mi héroe –Rommel- era un dios. 


Gracias a la radio adquirí el gusto por la música clásica, sin despreciar tangos ni boleros que al bailar nos permitía una cercanía totalmente vedada para niñas bien y esto sin permitirse un abrazo demasiado estrecho pues siempre había una madre, tía o solterona que con una mirada ponía 10 cm de distancia entre la niña y el varón con arrestos de don Juan. 


En la radio había emisiones de conversación, ayuda social, consejos y comentarios de actualidad que se llamaban “La hora de”; entre las más famosas estaba la de Mariíta Bürhle y Nibaldo Iturriaga. Ella era hija de una pareja de comediantes de buena familia que dieron el feroz campanazo “de dedicarse a saltimbanquis, por Dios niña”. Hay una calle en Vicuña Mackenna que se llama Arturo Burhle. Ella era Elena Puelma. 


Estaba Ramón Prieto con “La hora de las dos horas”, la escuchaba a diario a la hora de la siesta cuando nadie disputaba la radio. El leía obras clásicas y así uno adquiría un poco de cultura, aprendiendo a hablar de una manera más educada y no solamente con los giros propios de la ruralidad circundante.


Muchos años después, viviendo en Santiago, a última hora de la noche, Beco Baytelman, padre de Schlomit, leía pasajes de escritores modernos, los sudamericanos, del realismo mágico y ese tipo y era una buena compañía que a esa hora de absoluta paz y soledad, tenía el poder de llevarme a mundos más amables y acordes con mi ser y sentir.

*Huacho, huachitos= huérfanos