lunes, 7 de noviembre de 2011

Congreso Eucarístico en mi Pueblo


Congreso Eucarístico
Irma Rodríguez Nuss
Octubre 2011

In illo tempore, a raíz del gran congreso eucarístico de más o menos los años 40 ó 41, por la época en que murió don Pedro Aguirre Cerda, hubo una verdadera fiebre congresal, así es que el párroco decidió que nuestro pueblo no tenía por qué ser menos que Talca o Linares y organizó el de Villa Alegre.

Como primera medida, se citó a los notables, en general de escasa asistencia a misa, pero bien dispuestos a colaborar con medios que contribuyeran a conseguir un espacio celestial cuando arribaran donde san Pedro. De la lechería de los Noguera, llegaron quesos, mantequilla y leche, por supuesto don Pepe Diéguez aseguró el pan y el ex-alcalde Serafín Gutiérrez ofreció casa y atención para obispos y sacerdotes. El vino no era problema, asi es que con las necesidades del cuerpo solucionadas, se podía empezar a pensar en las del espíritu.

Se hicieron diversas comisiones cuyas presidencias exigieron un delicado equilibrio en la importancia de los candidatos, exigiendo al Párroco acudir a toda la diplomacia vaticana para evitar un temprano aborto de la convocatoria.

Mamá desempolvó su pergamino de concertista y le fue adjudicado sin oponentes el honor de sacar las melodías que pudiese de un vetusto armonio que de acuerdo a sus venerables años padecía de renguera, tablas sueltas, ahogos, flatulencias y un asma incontrolable.

Para engalanar los arcos de bienvenida, las palmeras pagaron su tributo quedando como plumero viejo.

Notable era la oposición formada por el boticario ateo, un socialista declaradamente agnóstico y un empleado público radical y masón, de cuyas casas siempre salía olor a azufre y más de una vez se había visto la sombra de un macho cabrio, según aseguraba doña Emeteria, hábil rezadora, impagable en velorios de angelitos* o adultos. Estos avistamientos eran puestos en duda por muchachones, nietos de Judas, quienes juraban que se producían al regreso de los mejores velorios donde se le prodigaba la atención debida a su garganta pra que no fallara en las encomendaciones.

Los herejes vaticinaban un estrepitoso fracaso, mas, para su vergüenza, todo fue resultando muy bien; las viejas rezadoras se lucieron con las antiguas plegarias y peticiones; las procesiones mantuvieron un orden encomiable ya que se acató la orden “de una sola caña” para entonar el cuerpo.  Se presentaron varias ideas para mantener las buenas costumbres. Mi hermana Sylvia se lució con una moción que sugería que las jóvenes católicas debían actuar en sociedad ejemplificando con su buen juicio y piedad, idea que no todos aprobaron pues eran de opinión de que las niñas solteras debían ser de su casa sin distracciones mundanas que podían inducirlas al pecado.

Para la misa de clausura se había comprometido la asistencia del obispo de Talca, monseñor, Manuel Larraín Errázuriz, de abolengo, cultura e inteligencia extraordinarias. Ignoro si era incapaz de apreciar la buena voluntad, o por último la situaciones jocosas, pero recuerdo a mamá de lo más inspirada tocando, entre jadeos y estertores del armonio, el adagio del Claro de Luna, cuando el obispo imperiosamente le dijo: _¡Pare! Es que la música era profana y él lo sabía.... ¿Se revolcará en su tumba don Manuel oyendo el tamboreo y huifa actuales?

Pasó el congreso, las pocas viejas que iban a misa diaria lo siguieron haciendo, al igual que los que no íbamos nunca; el arpa, momentáneamente desterrada del salón del cura volvió a su mundano rincón; las hojas de palma tuvieron una última y feliz actuación al barrer las calles del pueblo por los borrachos que había caído presos y se les sometía al escarnio público.

Y en su debido momento, cuando les llegó su hora, el masón, el boticario y el socialista llamaron al párroco y se fueron confesados, con el escapulario en el pecho, como debe ser, y luego del velorio de sus casas doña Emeteria vió huir un enorme y misterioso perro negro.....

Día de Perdices


Cuadro de Miguel Sosa

Día de perdices.
A mi hermana Quecha, con cariño.

Cumplir el antojo de comer las exquisitas perdices “a la española” que preparaba nuestra madre era motivo de diversos ritos y no pocos gritos.

Ni bien inaugurada la temporada de caza, el macho proveedor sacaba de su hermosa caja de suela la exclusiva escopeta de doble cañón de Saint Etienne, Francia, además de un pringoso maletín de reno donde se guardaban mechas, cepillos atornillables, baquetas y aceite. Parecía karma del piano de mamá de ser el único lugar adecuado para poner el famoso maletín con el consiguiente soponcio y furia de la fémina custodia del hogar.

Luego de limpiar y aceitar debidamente el arma se procedía a preparar los cartuchos que eran fabricados por nuestro padre -con la espectante cooperación nuestra- con  grueso cartón rojo con base de bronce donde iba el fulminante. La pólvora venía envasada en unas llamativas botellas de lata color rojo y que de acuerdo a la idílica inocencia de esa época prácticamente eran de libre venta pues sólo había que firmar en un libro consignando su destino. Se la medía, al igual que las municiones, con una especie de dedal y se apretaba el tapón con una prensita especial. Con la debida pompa y respeto se colocaban los tiros en una canana de suela que en su sagrado momento el Tartarín de Tarascón cruzaría sobre su pecho, adquiriendo una prestancia digna de figurar en el panteón de los íconos de la Revolución Mexicana.

Es sabido que bajo ninguna circunstancia se debe descuidar el cuerpo y , para no pasar necesidades, un gentil morral ofrecía sus sevicios: pollo fiambre, huevos duros, charqui y aceitunas se codeaban con un par de botellones por si daba sed.

Con la lógica de esa época, ningún caballero hubiese pensado en cargar un morral, por más prometedor que fuese, así es que debía acompañarse de un espolique bien dispuesto a quien la salida le significaba ganarse el día aliviadamente, compartiendo vituallas y algún poco de vino ya que se cuidaba mucho la temperancia del sirviente.

El día anterior se amarraba al perro perdiguero que generalmente andaba enamorado y sin remordimiento hacía total abandono de sus deberes. Y así, con todos los frentes cubiertos, al rayar el sol, partían los monteros.

Como a las cinco de la tarde regresaban con las perdices en el morral, las viandas desaparecidas y con el vino trasegado, iniciándose el capítulo casero.

Se destripaba a las aves dejándolas colgadas de las patas en la despensa, por un par de días. Luego se pelaban y las plumas más finas iban a parar a una barrica destinada a juntarlas para un hipotético y nonato plumón.

Cuando mamá entraba a la cocina, comenzaban los tiritones de las empleadas pues generalmente ella se limitaba a disponer el menú diario metiéndose con ollas y peroles únicamente para cocinar platos finos, no recuerdo cazuelas o porotos salidos de su mano. Cuando llegaron las vacas famélicas (las flacas hubieran sido de exposición), ayudaba a Julia la borrachina empleada de antología, a ser unas exquisitas empanadas porque salían muy económicas para atender a hijos y nietos.

Volviendo a las perdices, se aliñaban y se picaban cebollas, zanahorias y pimiento morrón, dejándose en adobo hasta el día siguiente. Muy temprano se ponían en un rincón de la cocina a leña para que hirviesen muy lentamente a fin que el aceite impregnara bien la pechuga que es muy seca.

Mamá, con las velas desplegadas, daba periódicas vueltas a revisar el cumplimiento de sus órdenes, y ¡guay! si la olla estaba dando un borbollón más entusiasta de lo permitido, ese crimen de lesa majestad de permitir que una olla “hirviese a todo galope” ameritaba una andanada de cañonazos verbales que hubiesen dominado una batalla.

Al día sigueinte, reposadas y frías se servía las aves en cuidadoso reparto, procurando que todos tocásemos un trozo de pechuga, la que generalmente traía de sorpresa una munición que ponía a prueba la calidad y firmeza de diantes y muelas.

Y ahí estaba el epílogo de tanta labor, uan mesa bien dispuesta, el pater familiae con una porción mayor, cumplido su rol ancestral de macho proveedor, la madre cuidando de la prole y el perro feliz con su comida de huesitos tiernos asegurada.


Irma Rodríguez Nuss
Villa Alegre, primavera de 2011