Día de
perdices.
A mi
hermana Quecha, con cariño.
Cumplir el
antojo de comer las exquisitas perdices “a la española” que preparaba nuestra
madre era motivo de diversos ritos y no pocos gritos.
Ni bien
inaugurada la temporada de caza, el macho proveedor sacaba de su hermosa caja
de suela la exclusiva escopeta de doble cañón de Saint Etienne, Francia, además
de un pringoso maletín de reno donde se guardaban mechas, cepillos
atornillables, baquetas y aceite. Parecía karma del piano de mamá de ser el
único lugar adecuado para poner el famoso maletín con el consiguiente soponcio
y furia de la fémina custodia del hogar.
Luego de
limpiar y aceitar debidamente el arma se procedía a preparar los cartuchos que
eran fabricados por nuestro padre -con la espectante cooperación nuestra-
con grueso cartón rojo con base de
bronce donde iba el fulminante. La pólvora venía envasada en unas llamativas
botellas de lata color rojo y que de acuerdo a la idílica inocencia de esa
época prácticamente eran de libre venta pues sólo había que firmar en un libro
consignando su destino. Se la medía, al igual que las municiones, con una
especie de dedal y se apretaba el tapón con una prensita especial. Con la
debida pompa y respeto se colocaban los tiros en una canana de suela que en su
sagrado momento el Tartarín de Tarascón cruzaría sobre su pecho, adquiriendo
una prestancia digna de figurar en el panteón de los íconos de la Revolución
Mexicana.
Es sabido que
bajo ninguna circunstancia se debe descuidar el cuerpo y , para no pasar necesidades,
un gentil morral ofrecía sus sevicios: pollo fiambre, huevos duros, charqui y
aceitunas se codeaban con un par de botellones por si daba sed.
Con la lógica
de esa época, ningún caballero hubiese pensado en cargar un morral, por más
prometedor que fuese, así es que debía acompañarse de un espolique bien
dispuesto a quien la salida le significaba ganarse el día aliviadamente,
compartiendo vituallas y algún poco de vino ya que se cuidaba mucho la
temperancia del sirviente.
El día
anterior se amarraba al perro perdiguero que generalmente andaba enamorado y
sin remordimiento hacía total abandono de sus deberes. Y así, con todos los
frentes cubiertos, al rayar el sol, partían los monteros.
Como a las
cinco de la tarde regresaban con las perdices en el morral, las viandas
desaparecidas y con el vino trasegado, iniciándose el capítulo casero.
Se destripaba
a las aves dejándolas colgadas de las patas en la despensa, por un par de días.
Luego se pelaban y las plumas más finas iban a parar a una barrica destinada a
juntarlas para un hipotético y nonato plumón.
Cuando mamá
entraba a la cocina, comenzaban los tiritones de las empleadas pues
generalmente ella se limitaba a disponer el menú diario metiéndose con ollas y
peroles únicamente para cocinar platos finos, no recuerdo cazuelas o porotos
salidos de su mano. Cuando llegaron las vacas famélicas (las flacas hubieran
sido de exposición), ayudaba a Julia la borrachina empleada de antología, a ser
unas exquisitas empanadas porque salían muy económicas para atender a hijos y
nietos.
Volviendo a
las perdices, se aliñaban y se picaban cebollas, zanahorias y pimiento morrón,
dejándose en adobo hasta el día siguiente. Muy temprano se ponían en un rincón
de la cocina a leña para que hirviesen muy lentamente a fin que el aceite
impregnara bien la pechuga que es muy seca.
Mamá, con las
velas desplegadas, daba periódicas vueltas a revisar el cumplimiento de sus
órdenes, y ¡guay! si la olla estaba dando un borbollón más entusiasta de lo
permitido, ese crimen de lesa majestad de permitir que una olla “hirviese a
todo galope” ameritaba una andanada de cañonazos verbales que hubiesen dominado
una batalla.
Al día
sigueinte, reposadas y frías se servía las aves en cuidadoso reparto,
procurando que todos tocásemos un trozo de pechuga, la que generalmente traía
de sorpresa una munición que ponía a prueba la calidad y firmeza de diantes y
muelas.
Y ahí estaba
el epílogo de tanta labor, uan mesa bien dispuesta, el pater familiae con una
porción mayor, cumplido su rol ancestral de macho proveedor, la madre cuidando
de la prole y el perro feliz con su comida de huesitos tiernos asegurada.
Irma Rodríguez Nuss
Villa Alegre, primavera de 2011